El río discurre en su caminar lento hacia la ciudad, se va perdiendo entre arboledas y se derrama en el último trecho cuando ya la muralla se aproxima y se mira en sus aguas, gris y eterna, poseída por esa grandeza que sus muros albergan y que sus almenas dibujan en el seno del río.
Todos los molinos del Puente Adaja se van a levantar en las orillas de su cauce, en las proximidades del puente. Allí se construye lo que más tarde será la Real Fábrica de Algodón y luego Fábrica de Harinas, hoy sólo memoria de su existencia, rastrojo de la plenitud de una época en el arrabal de la ciudad.
Y a lo largo del río irán surgiendo los distintos molinos que van a formar todo un conjunto de industrias familiares, una manera singular de entender la producción y el trabajo siempre alrededor del núcleo de los más próximos, como el de la Losa, el de Don Sancho Jimeno, el de Quiño-nes, el de Pedro el Cojo, el de Cuernajo, entre otros muchos.
No es difícil imaginar la riqueza que este florecer de los molinos del río Adaja supuso para la ciudad de Ávila, para la vida social y económica, donde el quehacer laborioso de sus ruedas y el fluir del agua en sus corazones de madera y de hierro eran sinónimos de trabajo y de tiempos de prosperidad.
Y entre todos, hoy pervive y se yergue sobre el tiempo el Molino de la Losa, mientras que la soledad y al abandono no han ido debilitando y destruyendo la existencia de todos los demás, ya desaparecidos en las orillas del Adaja, en su paso lento y cansado hacia tierras morañegas, atravesando los campos y dejando su firme anhelo en los aledaños de la ciudad.